Fue el veinte de abril del noventa, como la canción. Volvía de
celebrar mi vigesimoquinto cumpleaños cuando en aquel cruce chocaron mi coche y
mi alma contra aquella columna. Me dicen que pasé más de un minuto sin pulso,
muerto. Es lo último que no recuerdo. Desde aquel día, como si de una maldición
se tratara no soy capaz de olvidar. Nada. Todos y cada uno de los detalles y
sensaciones que mis sentidos procesan pasan a estar grabados a fuego en mi
mente.
Lo que podría parecer una bendición es un estigma que me
está volviendo loco. Porque no puedo olvidar tu cara, ni tus besos, ni cada una
de tus caricias, pero tampoco nuestras discusiones, ni tus reproches, ni el
sonido ronco del portazo que diste cuando me abandonaste. Ni cada segundo del
dolor que siento por haberte perdido. No olvido los atardeceres, ni el olor de
la lavanda en tu pelo. No olvido tus labios. No puedo, pero lo necesito. Me he
estancado en ti. Mi vida es como un rio parado en el dique de tu recuerdo.
Siguen ahí mis alegrías, mis sinsabores, los momentos de dolor.
La pérdida de mis padres, las discusiones con mis hermanos. La soledad. Ni aquella mirada aterrorizada del perro que no
me pudo esquivar. Ni el alcohol me libera, al contrario, me lanza como disparos
a mi cordura todos los recuerdos.
Dice el psiquiatra que los borrones en el alma que la
felicidad difumina en mi permanecen en primer plano. Y no hay cura. Sólo recordar,
y recordar, y seguir recordando.
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