Llevaba ya un rato despierto, aquella siesta había durado
más de lo habitual. Otro día más se retrasaban con mi cena. Al abrir la puerta
la enfermera instintivamente me volví hacia ella con la intención de quéjame,
pero la de aquella joven no era una cara conocida, así que refunfuñé y me volví
hacia la ventana de nuevo.
Maldita costumbre que tienen las enfermeras jóvenes de estar
todo el día sonriendo, y no porque no me guste la sonrisa, es que estar en este
hospital un mes por culpa de este maldito VIH no es algo por lo que te entren
demasiadas ganas de ser feliz. Aunque, todo sea dicho, mejor esto que estar
criando malvas. O eso dicen los que están sanos.
Muy diligente, Agatha, que así se llamaba, rodeó mi cama y
extendió la mesita portátil que hacía las veces de despacho y de comedor en la habitación
207 del Chelsea General Hospital. Junto con la comida, seguramente insípida por
la falta de sal, el vasito de las pastillas. Mis pastillas contra las
hemorragias y los calmantes. Esas que me mantenían con vida. Durante las
últimas semanas intenté esconderlas o tirarlas a la papelera, pero siempre
había una enfermera solicita para reponerlas por unas nuevas. A fin de cuentas
era su trabajo. Cuando Agatha se marchó retiré la cubierta de la bandeja,
con su sopa de pollo y aquel trozo de pan que tan sospechosamente se parecía al
de la cena de ayer.
Los que estamos en fase tres, los desahuciados, nunca tenemos
ganas de comer, así que dejé que la sopa se enfriase mientras volvía a bucear
en mis pensamientos. Nada bueno para mi mente y menos para mi alma.
Después de media hora regresé de mis pensamientos y allí seguía mi sopa,
pero ahora, además de sosa, fría. Tomé un par de cucharadas y me volví a tumbar
mirando el vaso de las pastillas. Cinco enormes pastillas que, sin dudarlo tiré
a la papelera junto a la cama. ¿Para qué? Cuanto menos dure esto mejor para
todos. Así que de nuevo me parapeté entre las sabanas mirando los edificios por
la ventana.
Al poco rato escuche ruido a mi espalda, era Agatha retirando
la bandeja de la cena y mirando a la papelera. Me habían pillado otra vez. Pero
aquella vez fue distinta, sin decir ni palabra, la muchacha suspiró y dio media
vuelta. Al poco rato la doctora Roberts, sin ni tan siquiera entrar en la
habitación me dijo “Patrick, si no colaboras no podemos ayudarte, duerme todo
lo que quieras esta noche y mañana hablamos” Yo sabía cuál era el verdadero
significado de aquellas palabras: Si lo que quieres es morirte, muérete ya, te
dejaremos tranquilos.
A la mañana siguiente seguía vivo porque, hasta para
morirme, me cuesta aceptar órdenes. Desganado, me arrastré tirando de mi gotero por los pasillos del
hospital hasta la sala de estar, ese museo de los horrores donde los enfermos
moribundos nos regodeamos de que siempre hay alguien que está peor que
nosotros. En la esquina de siempre, junto al radiador, estaba Enma, lo más parecido
a una amiga que tenía en aquel edificio, así que puse una silla a su lado y me
senté. Sonrosada, su cara me dibujó una sonrisa. Su aspecto, a
pesar de que ella también era seropositiva, era mucho mejor que el mío. Ella
conservaba todo su pelo y el sarcoma no había hecho estragos en su cara.
Parecía que los retrovirales en ella si habían hecho efecto. “Mañana me pasan a
fase dos, parece que estoy mejorando algo. Y yo que me creía muerta”
Os prometo que intenté mostrar alegría, que hice el mayor de
los esfuerzos por sonreír, pero me fue imposible. Enma lo entendió, sonriéndome
me tomó la mano y me dijo casi susurrándome “Sé que te alegras por mí, no hace
falta que digas nada. Pienso subir a verte todas las semanas”. No sabía si reír
o llorar, pero dije “No me digas esas cosas, eso no va a pasar”. Su cara era un
poema, mezcla de incomprensión e incredulidad, así que intenté explicarle “En
un par de días estaré muerto, es una elección personal, desde ayer no me stoy
tomando las pastillas, así que en cualquier momento yo también me marcharé.
Entré aquí para morir y lo haré cuando yo decida”. Los ojos de la enferma se
abrieron azules como océanos y agarró mi brazo para acercarme a su cara
mientras susurraba “Te entiendo, pero déjame que te prometa una cosa, pienso
estar contigo hasta el último momento, no me voy a separar de ti hasta que todo
acabe”.
Aunque esto ha pasado esta misma mañana parece que fue hace
meses. Agatha no ha soltado mi mano ni un segundo. Me ha acompañado hasta la
habitación y se ha sentado junto a mi cama. Con la de ayer, junto a la del
desayuno y la comida de hoy, ya son tres dosis que me salto. Una falta no te
mata, dos te pueden matar, pero no se puede sobrevivir a la falta de tres dosis
de antihemorrágico. Es mi decisión y sólo quiero que esté Enma a mi lado. Mis
padres se enterarán por ella.
“Me cuesta mantenerme despierto, parece que es el final, ¿verdad?”
“Lo es Patrick, pero yo estoy aquí a tu lado, no lo olvides”
Mientras cierro los ojos noto como que mi mano ya no puede
apretar la de mi amiga y en la lejanía escucho el pitido de alarma del monitor…
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