Carmelo era un
hijo de puta, y a mucha honra. Nunca nadie en su familia, ni mucho menos su
propia madre le había negado la verdad, su madre fue prostituta. A principio en
el colegio sus amigos se reían de él, pero Carmelo jamás dio muestras de que le
importase, sobre todo por una razón, porque no le importaba lo más mínimo.
A los siete años, después de que un primo adolescente se metiese con él, fue su
propia madre la que se sentó con él para explicarle aquello que le acababa de
decir el muchacho. No era tan complicado.
Durante su juventud Carmen, su madre, se fugó de casa para evitar las palizas
que le propinaba su abuelo, una cosa llevó a la otra y se encontró metida en
una red de explotación de mujeres que le proporcionaban residencia, comida,
comida y algo de dinero a cambio de vender su cuerpo en un local de carretera.
Un hogar decadente y con olor a zotal, pero a fin de cuentas un hogar. Una
mañana, cuando acababan de cerrar el prostíbulo, una redada de la policía las
liberó de su chulo, parecía que la vida sonreía de nuevo a aquella mujer, pero
un par de meses más tarde, cuando no sabía que hacer con su vida, descubrió que
estaba embarazada. Por supuesto, nunca supo quien era el padre, pero tampoco
necesitaba saberlo. Aquel hijo era suyo y sólo suyo y por él merecía la pena
buscar una nueva vida para sacarlo adelante.
Así que, después
de doce años, ella y su bebé, Carmelo, tocaron a la puerta de casa de los abuelos
del niño, más concretamente de la de su abuela Celia, porque el padre
maltratador había fallecido unos años antes victima de un infarto, que en
diablo lo tenga en su gloria. En aquel renovado entorno, madre, hija y nieto se
conjuraron para salir adelante e intentar ser algo que nunca les habían dejado
ser, felices. Para esa felicidad había sólo una premisa, ir con la cabeza alta.
Trabajar duro no era algo que le importase a ninguna de las dos mujeres,
limpiar escaleras siempre sería mejor que acostarse con camioneros sudorosos y
cuidar ancianos siempre sería mejor que cuidar de un marido que te pegaba. Por
eso, y por Carmelo, durante muchos años las dos forjaron una relación materno-filial
estrecha, firme, abnegada.
Ambas hacían de
padre y de madre para el niño, nunca dejaron que le faltase lo más mínimo, pero
no refiriéndose al último juguete o a la camisa más cara, sino a valores, a
cariño, a una educación disciplinada, aquello que la mayoría de los padres
ponemos en un segundo plano.
La abuela Celia
no pudo superar un cáncer de mama que le diagnosticaron cuando Camelo comenzó
la Universidad, la enfermedad fue tan cruel que no le regaló los diez días que
faltaban para ver a Carmelo con su título de biólogo, pero él sabía que Celia
estaba con él aquel día, al igual que aquel otro que recibió una carta de la
universidad de Cornell para convertirse en investigador asociado.
Dos años después,
Linda, aquella joven, medio americana, medio japonesa, investigadora como él, había
conquistado su corazón y Carmelo tuvo claro que ella sería su compañera de
viaje para el resto de sus días. Por eso, aquellas navidades, cogieron los dos
las maletas y se plantaron en aquel diminuto piso de Getafe para contarle la
noticia a Carmen.
Las dos, Linda
y Carmen, a pesar de las barreras idiomáticas, inmediatamente conectaron,
porque hay cosas que no hace falta expresar con palabras. A las dos se les
iluminaba la cara cuando Carmelo hablaba. Las dos sentían por Carmelo la misma
devoción que él les profesaba.
Seis meses más
tarde una llamada a última hora de la mañana sobresaltó a Carmen. Era raro que
su hijo, por culpa de la diferencia horaria, le telefonease antes de las siete
de la tarde. “Linda está embarazada mamá, y creemos que es un niño”. Al colgar,
a la mujer se le hizo un nudo en la garganta. Su niño, aquel niño por el que
había decidido cambiar su vida y por el que tanto se habían sacrificado ella y
su madre, iba a convertirla en abuela. No debía haber hecho tan mal las cosas.
Era una noche a
finales de enero cuando Lucas llegó al mundo. Linda y Carmelo se acurrucaban en
la cama del hospital mirando al niño como embobados. “Hola Lucas, yo soy Carmelo,
tu padre, soy un hijo de puta, pero tu abuela, que fue puta, es la mujer más
maravillosa y luchadora que jamás conoceré”.