Suscríbete Esperando a... Godot?

Esperando a... Godot?

domingo, 2 de marzo de 2014

Guiri...

Hola amigo, hace unos cuanto años que no charlamos, sobre todo por culpa mía, porque no sé qué contarte, mejor dicho, cómo contártelo. Es culpa mía, pero no sé hacer las cosas mejor.

Esta noche he vuelto a cerrar un bar, concretamente tu bar, nuestro bar. El sitio donde todo comenzó. 

Hoy tenía una excusa, no como los cientos de veces que a Michelle, Ramón, Tú y yo nos salían todas las cuentas. Hoy sólo celebraba que nuestro bar, tú bar, cerraba sus puertas. 

Ha sido un día difícil, muy difícil de hecho. He intentado disimular todo lo que me pasaba por la cabeza durante el día, pero, al final, todo nos recordaba a ti. A las veces que te mostraste cabal, que nos hiciste partícipe de tu mente, a las veces que nos quisimos atrever a asaltar tu atalaya…, qué coño!, a ti!

Porque hoy cerramos un capítulo, un punto y aparte, un suspiro…

Porque esta noche Jose, Michelle, Bego, Ramón y yo hemos estado ahí, justo en el sitio donde nos dejaste. Oliendo, mirando, sintiendo, llorando…

Guiri, amigo, sabes que te he estudiado mucho últimamente, que he intentado entender lo que pasó, pero no sé, no me sale, miro a mi alrededor y tus amigos son los míos, son los nuestros, por los que luchamos, por los que nos partimos la cara tantas y tantas veces… y algo no me cuadra…

Amigo, todas las fotos de esta noche han sido mirando desde la barra hacia afuera, todas…

Y todas tienen un sentido, pero no tanto como esa Polaroid que nos ha enseñado Bego, esa en la que estabais ella y tú, esa que nos ha hecho temblar a todos esta noche.

Me hubiera encantado ser mejor amigo, haber estado cuando, como dice Ramón, te liaste la manta a la cabeza, cuando, al fin de al cabo, pusiste los cojones encima de la mesa…

Pero creo que nuestra misión hoy es celebrar lo que nos ha pasado, no sólo a mí, sino a todos los que hace quince años estábamos ahí, celebrando todos y cada uno de los metros cuadrados de ese local que nos hicieron ser lo que somos ahora.

Hoy se cierra el teatro que me convirtió en actor de mi vida, así que algo de mí se apaga con la madrugada, por eso me agarro a lo que has supuesto para todos nosotros.

Pero, y eso te lo debo a ti, cuando mañana me mire al espejo, recordaré que no le tengo que regalar ni un centímetro a la desesperanza…

martes, 18 de febrero de 2014

¿Cómo serás tú...?

Sin amor no te he visto.
¿Cómo serás tú sin amor?
A veces lo pienso. Mirarte sin amor. Verte como serás tú del otro lado.
Del otro lado de mis ojos. Allí donde pasas,
donde pasarías con otra luz, con otro pie,
con otro ruido de pasos. Con otro viento que movería tus vestidos.
Historia del corazón
Vicente Aleixandre, 1954.


Muchos son los genios de las letras que se han planteado, al igual que Vicente Aleixandre, si la realidad es un espejismo o  si nuestros sentimientos “se disfrazan” de realidad para, en una especie de Mátrix, presentarnos aquello o aquellos que nos rodean de una manera más soportable para nuestra alma.

Hay veces en las que, sin ser capaz de quedarme dormido, me planteo por qué hay veces en las que uno, como me ocurrió a mí mismo no hace mucho, no es capaz de disfrazar sus percepciones o, peor aún, las malinterpreta para entrar en una dinámica autodestructiva. A fin de cuentas el amor, en la más amplia extensión del término, no deja de ser un filtro a través del cual miramos al mundo que nos rodea al igual que lo es una situación de depresión o ansiedad.

La vida no es ni apestosa ni maravillosa, es vida, sólo eso, o todo eso, y planteársela en términos de rosa o negro no hace más que propiciar dicotomías que nos llevan al colapso. En un país que se rige por la máxima de las filias y las fobias sería más que deseable ser capaz de abstraerse para vislumbrar que no todos los míos son infalibles o todos los otros son un desastre,  ya que, en tanto en cuanto no demos un paso atrás y objetivemos nuestra vida cotidiana y nuestra relación con “el mundo”, ese mundo que ocurre fuera de nuestra cabeza, no seremos capaces de no perder el tiempo en diatribas sobre A’s o B’s, sobre tigres o leones, sobre fachas o rojos, sobre catalanistas o españolistas…


Quizás será porque con demasiada facilidad nos convertimos en masa, o porque siempre lo somos y la excepción es que seamos personas, somos carne de cañón para oscuros intereses que llevan el debate fuera de lo que de verdad importa. Sobre la solidaridad, sobre la amistad, sobre la igualdad, sobre tú y yo, sobre nosotros…

jueves, 19 de diciembre de 2013

El 2014 será tuyo



Sí, te debo 2014, y te lo pienso dedicar. Lo tengo claro, te lo mereces. Y no es que yo sea muy generoso, es que el 2013 fue mío, y no es que eso sea malo, es que lo consumí  entero.

Porque  el  año que se acaba te multiplicaste, porque apareciste en muchas circunstancias, porque hice que aparecieras cuando no estaba bien, incluso cuando estaba bien y no me lo quise creer. Estuviste cuando te necesitaba, que fueron muchas veces, y cuando no tanto, que fueron más. 

Porque este año te he forzado a demostrar que eres mi amigo, que eres mi amiga. Y has estado ahí, a pesar de que apenas me conozcas o de que me conozcas demasiado, a pesar de que no haya sido tan bueno contigo como tú lo has sido conmigo o de que me echaras o te echara de menos más veces de la cuenta.

Porque, ahora que el año se apaga, miro a mí alrededor y disfruto de cada minuto de lo que 2013 me ha traído, y tú eres parte de eso. Porque has estado siempre ahí, o porque te he acabado de conocer, o porque no te has olvidado de mí a pesar de que quizás nunca te conozca personalmente. 

Has sido mi familia, mi amigo, mi contacto, mi registro en la lista de correos, mi lector, alguien con quién quizás jamás hable en persona, pero ya formas parte de mi vida y, ahora que el año se acaba, mi reto es mirarte a los ojos, apretar tu mano y dedicarte los próximos 365 días de mi vida.

Feliz año nuevo.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Como la canción



Fue el veinte de abril del noventa, como la canción. Volvía de celebrar mi vigesimoquinto cumpleaños cuando en aquel cruce chocaron mi coche y mi alma contra aquella columna. Me dicen que pasé más de un minuto sin pulso, muerto. Es lo último que no recuerdo. Desde aquel día, como si de una maldición se tratara no soy capaz de olvidar. Nada. Todos y cada uno de los detalles y sensaciones que mis sentidos procesan pasan a estar grabados a fuego en mi mente. 

Lo que podría parecer una bendición es un estigma que me está volviendo loco. Porque no puedo olvidar tu cara, ni tus besos, ni cada una de tus caricias, pero tampoco nuestras discusiones, ni tus reproches, ni el sonido ronco del portazo que diste cuando me abandonaste. Ni cada segundo del dolor que siento por haberte perdido. No olvido los atardeceres, ni el olor de la lavanda en tu pelo. No olvido tus labios. No puedo, pero lo necesito. Me he estancado en ti. Mi vida es como un rio parado en el dique de tu recuerdo. 

Siguen ahí mis alegrías, mis sinsabores, los momentos de dolor. La pérdida de mis padres, las discusiones con mis hermanos. La soledad. Ni  aquella mirada aterrorizada del perro que no me pudo esquivar. Ni el alcohol me libera, al contrario, me lanza como disparos a mi cordura todos los recuerdos. 

Dice el psiquiatra que los borrones en el alma que la felicidad difumina en mi permanecen en primer plano. Y no hay cura. Sólo recordar, y recordar, y seguir recordando.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Cuando yo quiera

Llevaba ya un rato despierto, aquella siesta había durado más de lo habitual. Otro día más se retrasaban con mi cena. Al abrir la puerta la enfermera instintivamente me volví hacia ella con la intención de quéjame, pero la de aquella joven no era una cara conocida, así que refunfuñé y me volví hacia la ventana de nuevo. 

Maldita costumbre que tienen las enfermeras jóvenes de estar todo el día sonriendo, y no porque no me guste la sonrisa, es que estar en este hospital un mes por culpa de este maldito VIH no es algo por lo que te entren demasiadas ganas de ser feliz. Aunque, todo sea dicho, mejor esto que estar criando malvas. O eso dicen los que están sanos.

Muy diligente, Agatha, que así se llamaba, rodeó mi cama y extendió la mesita portátil que hacía las veces de despacho y de comedor en la habitación 207 del Chelsea General Hospital. Junto con la comida, seguramente insípida por la falta de sal, el vasito de las pastillas. Mis pastillas contra las hemorragias y los calmantes. Esas que me mantenían con vida. Durante las últimas semanas intenté esconderlas o tirarlas a la papelera, pero siempre había una enfermera solicita para reponerlas por unas nuevas. A fin de cuentas era su trabajo. Cuando Agatha se marchó retiré la cubierta de la bandeja, con su sopa de pollo y aquel trozo de pan que tan sospechosamente se parecía al de la cena de ayer.

martes, 19 de noviembre de 2013

Desamor


Desamor

Te diría que te quiero si no fuera por una razón, el dolor. Tiemblo sólo de pensar que hayamos vuelto a hacerlo, que hayamos quemado demasiado deprisa lo único que quedaba entre nosotros, que el amor de ese recuerdo ardiera anoche entre la pasión y las sábanas blancas. 

Temo que esto se convierta en el fin de la hoja de nuestra historia, que entonces, por inexperiencia o inocencia, dejamos incompleta.

Los sentimientos no pueden desvanecerse de la misma forma en la que aparecieron. Tiene que quedar algún rincón, alguna habitación cerrada donde se encuentren escondidas todavía aquellas palabras, aquellas caricias, aquella ternura, aquella mirada, tú mirada...

La mirada gris del amanecer me acompañará cuando me despierte de repente y vea que no eres tú la aquella con la que se engañaron mis ojos, que no son tus caricias las que creía estar sintiendo como si fuéramos los dos únicos seres racionales en este mundo y no son tus desdichas las que puedo ayudar a solventar en este caminar uno al lado del otro, a diario, en este universo.

Las pasiones se han diluido, las ilusiones rotas, los propósitos de un día se quedaron en la vía, mientras el corazón tan roto sangra por todas partes y te sientas a morir, mientras duele hasta el semblante. 

Cuantas batallas perdidas aunque fueran ganadas un día, cuanto amor tirado por el desagüe aunque amases cinco vidas, que poco quedó de ti que eras tan conocida, ahora cuando te pienso, pienso en abrazos vacíos, desnudos de corazón y helados de melancolía.

lunes, 18 de noviembre de 2013

Mayor



“Taylor Swift. Su inconfundible estilo 'vintage' con aires naif y preppy se ha convertido en un referente” La madre del amor hermoso, ni sé quién es la muchacha de la revista ni entiendo ninguna de esas palabras. La verdad es que esto de los idiomas nunca fue lo mío. Ya en la escuela tenía muchos problemas con el francés, pero conforme me he ido haciendo vieja creo que me voy liando más. Deben ser las cosas de mi edad, pero la verdad es que no estoy tan mayor, a mis setentaicinco años, me noto joven, vital. A pesar de todo, cuando me miro al espejo, debajo de todas aquellas arrugas, sé que sigue existiendo esa joven que le da voz a mi conciencia. Últimamente me olvido de algunas cosas, me confundo demasiado, pero no pasa nada, es normal para mi edad. 

Casi todas las mañanas me levanto con ganas de comerme el mundo, pero es mi nieto el que a veces me recuerda que no es por la mañana y que me acabo de despertar de la siesta. Incluso mi hija se empeña en decirme que hay días que como dos veces, ¡Cómo si a mí se me fuese a olvidar que he comido! Estos hijos, un par de despistes y ya te quieren encerar en un loquero. Y yo tengo mucha vida por vivir. De hecho, es la primera vez desde que murió Jacinto que vuelvo a tener ganas de pisar la calle, y si me pierdo, como el otro día, pues no pasa nada, seguro que al final algún joven amable me ayuda a encontrar la dirección. Nunca necesité saberme el camino cuando vivía Jacinto, él se encargaba de todo. Me duelen los huesos, porque ahí es donde mi cuerpo se revela recordándome que no soy una zagala. Maldita artritis. En fin, que soy muy joven aún, que os quede claro.

Anda, ¿y esta muchacha de la revista quién es? “Taylor Swift. Su inconfundible estilo 'vintage' con aires naif y preppy se ha convertido en un referente” pues a la Taylor ésta no la conocía yo…

Intimidad



El automóvil se detuvo en la dirección solicitada. No parecía que tuviera prisa pero, sin embargo, estaba tremendamente inquieta.


Cristina abrió su bolso y consultó de nuevo aquella invitación. Era una cartulina de papel caro, con mucho gramaje. Ni el sobre, del mismo color, ni la propia invitación disponían de ningún logotipo, solamente su nombre, la fecha y la hora de la inauguración además de la dirección de la galería. El nombre de la colección “Nosotros”. Ninguna otra información, ni quién era el autor ni el motivo por el que un mensajero le había hecho llegar en mano aquellos papeles.


Subió una decena de metros por la calle mayor hasta el número de calle indicado. A aquella hora de la noche no había otro local abierto, excepto un par de restaurantes en la otra acera de la calle. Desde la calle sólo se divisaban las imágenes de obras colgadas en las paredes y un grupo me mujeres discutiendo con alguien que debía de ser la gerente de la galería, reconocible por llevar un portafolios en el que tomaba notas y un manos libres bluetooth enganchado a la oreja derecha. “Cosas de modernos” pensó Cristina.


Al entrar al local se dio cuenta de que efectivamente estaban discutiendo, la que parecía la encargada se disculpaba ante sus interlocutores indicándoles que ella había sido contratada sólo para aquella noche y que un hombre de alrededor de cincuenta años le había abonado el sueldo acordado. Ella sólo debía recibir a los invitados y al cerrar dejar la llave en el buzón. No sabía absolutamente nada más.


Cristina estaba extrañada por tanto alboroto sólo por una exposición, pero se alertó al escuchar que una de las personas que discutía iba a llamar a la policía, pero pensó que alguien debió copiar alguna de las obras y por eso se había montado aquel lío.

No eran cuadros como ella había imaginado sino fotografías. Fotografías nocturnas con imágenes de la ciudad, series de gente paseando junto a otras fotos de esas mismas personas en su entorno doméstico. Era un proyecto artísticamente interesante, la dualidad de nuestra vida en la calle junto con su vida familiar. Cristina admiraba a los fotógrafos, ser capaces de plasmar una milésima de segundo de la realidad y crear una historia sobre ella era un don que ella envidiaba.  

domingo, 17 de noviembre de 2013

El hijo de puta

Carmelo era un hijo de puta, y a mucha honra. Nunca nadie en su familia, ni mucho menos su propia madre le había negado la verdad, su madre fue prostituta. A principio en el colegio sus amigos se reían de él, pero Carmelo jamás dio muestras de que le importase, sobre todo por una razón, porque no le importaba lo más mínimo. A los siete años, después de que un primo adolescente se metiese con él, fue su propia madre la que se sentó con él para explicarle aquello que le acababa de decir el muchacho. No era tan complicado.

Durante su juventud Carmen, su madre, se fugó de casa para evitar las palizas que le propinaba su abuelo, una cosa llevó a la otra y se encontró metida en una red de explotación de mujeres que le proporcionaban residencia, comida, comida y algo de dinero a cambio de vender su cuerpo en un local de carretera. Un hogar decadente y con olor a zotal, pero a fin de cuentas un hogar. Una mañana, cuando acababan de cerrar el prostíbulo, una redada de la policía las liberó de su chulo, parecía que la vida sonreía de nuevo a aquella mujer, pero un par de meses más tarde, cuando no sabía que hacer con su vida, descubrió que estaba embarazada. Por supuesto, nunca supo quien era el padre, pero tampoco necesitaba saberlo. Aquel hijo era suyo y sólo suyo y por él merecía la pena buscar una nueva vida para sacarlo adelante.

Así que, después de doce años, ella y su bebé, Carmelo, tocaron a la puerta de casa de los abuelos del niño, más concretamente de la de su abuela Celia, porque el padre maltratador había fallecido unos años antes victima de un infarto, que en diablo lo tenga en su gloria. En aquel renovado entorno, madre, hija y nieto se conjuraron para salir adelante e intentar ser algo que nunca les habían dejado ser, felices. Para esa felicidad había sólo una premisa, ir con la cabeza alta. Trabajar duro no era algo que le importase a ninguna de las dos mujeres, limpiar escaleras siempre sería mejor que acostarse con camioneros sudorosos y cuidar ancianos siempre sería mejor que cuidar de un marido que te pegaba. Por eso, y por Carmelo, durante muchos años las dos forjaron una relación materno-filial estrecha, firme, abnegada.

Ambas hacían de padre y de madre para el niño, nunca dejaron que le faltase lo más mínimo, pero no refiriéndose al último juguete o a la camisa más cara, sino a valores, a cariño, a una educación disciplinada, aquello que la mayoría de los padres ponemos en un segundo plano.

La abuela Celia no pudo superar un cáncer de mama que le diagnosticaron cuando Camelo comenzó la Universidad, la enfermedad fue tan cruel que no le regaló los diez días que faltaban para ver a Carmelo con su título de biólogo, pero él sabía que Celia estaba con él aquel día, al igual que aquel otro que recibió una carta de la universidad de Cornell para convertirse en investigador asociado.

Dos años después, Linda, aquella joven, medio americana, medio japonesa, investigadora como él, había conquistado su corazón y Carmelo tuvo claro que ella sería su compañera de viaje para el resto de sus días. Por eso, aquellas navidades, cogieron los dos las maletas y se plantaron en aquel diminuto piso de Getafe para contarle la noticia a Carmen.

Las dos, Linda y Carmen, a pesar de las barreras idiomáticas, inmediatamente conectaron, porque hay cosas que no hace falta expresar con palabras. A las dos se les iluminaba la cara cuando Carmelo hablaba. Las dos sentían por Carmelo la misma devoción que él les profesaba.

Seis meses más tarde una llamada a última hora de la mañana sobresaltó a Carmen. Era raro que su hijo, por culpa de la diferencia horaria, le telefonease antes de las siete de la tarde. “Linda está embarazada mamá, y creemos que es un niño”. Al colgar, a la mujer se le hizo un nudo en la garganta. Su niño, aquel niño por el que había decidido cambiar su vida y por el que tanto se habían sacrificado ella y su madre, iba a convertirla en abuela. No debía haber hecho tan mal las cosas.

Era una noche a finales de enero cuando Lucas llegó al mundo. Linda y Carmelo se acurrucaban en la cama del hospital mirando al niño como embobados. “Hola Lucas, yo soy Carmelo, tu padre, soy un hijo de puta, pero tu abuela, que fue puta, es la mujer más maravillosa y luchadora que jamás conoceré”.