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miércoles, 20 de noviembre de 2013

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Cuando yo quiera

Llevaba ya un rato despierto, aquella siesta había durado más de lo habitual. Otro día más se retrasaban con mi cena. Al abrir la puerta la enfermera instintivamente me volví hacia ella con la intención de quéjame, pero la de aquella joven no era una cara conocida, así que refunfuñé y me volví hacia la ventana de nuevo. 

Maldita costumbre que tienen las enfermeras jóvenes de estar todo el día sonriendo, y no porque no me guste la sonrisa, es que estar en este hospital un mes por culpa de este maldito VIH no es algo por lo que te entren demasiadas ganas de ser feliz. Aunque, todo sea dicho, mejor esto que estar criando malvas. O eso dicen los que están sanos.

Muy diligente, Agatha, que así se llamaba, rodeó mi cama y extendió la mesita portátil que hacía las veces de despacho y de comedor en la habitación 207 del Chelsea General Hospital. Junto con la comida, seguramente insípida por la falta de sal, el vasito de las pastillas. Mis pastillas contra las hemorragias y los calmantes. Esas que me mantenían con vida. Durante las últimas semanas intenté esconderlas o tirarlas a la papelera, pero siempre había una enfermera solicita para reponerlas por unas nuevas. A fin de cuentas era su trabajo. Cuando Agatha se marchó retiré la cubierta de la bandeja, con su sopa de pollo y aquel trozo de pan que tan sospechosamente se parecía al de la cena de ayer.


Los que estamos en fase tres, los desahuciados, nunca tenemos ganas de comer, así que dejé que la sopa se enfriase mientras volvía a bucear en mis pensamientos. Nada bueno para mi mente y menos para mi alma. 

Después de media hora regresé de mis pensamientos y allí seguía mi sopa, pero ahora, además de sosa, fría. Tomé un par de cucharadas y me volví a tumbar mirando el vaso de las pastillas. Cinco enormes pastillas que, sin dudarlo tiré a la papelera junto a la cama. ¿Para qué? Cuanto menos dure esto mejor para todos. Así que de nuevo me parapeté entre las sabanas mirando los edificios por la ventana. 

Al poco rato escuche ruido a mi espalda, era Agatha retirando la bandeja de la cena y mirando a la papelera. Me habían pillado otra vez. Pero aquella vez fue distinta, sin decir ni palabra, la muchacha suspiró y dio media vuelta. Al poco rato la doctora Roberts, sin ni tan siquiera entrar en la habitación me dijo “Patrick, si no colaboras no podemos ayudarte, duerme todo lo que quieras esta noche y mañana hablamos” Yo sabía cuál era el verdadero significado de aquellas palabras: Si lo que quieres es morirte, muérete ya, te dejaremos tranquilos.

A la mañana siguiente seguía vivo porque, hasta para morirme, me cuesta aceptar órdenes. Desganado, me arrastré tirando de mi gotero por los pasillos del hospital hasta la sala de estar, ese museo de los horrores donde los enfermos moribundos nos regodeamos de que siempre hay alguien que está peor que nosotros. En la esquina de siempre, junto al radiador, estaba Enma, lo más parecido a una amiga que tenía en aquel edificio, así que puse una silla a su lado y me senté. Sonrosada, su cara me dibujó una sonrisa. Su aspecto, a pesar de que ella también era seropositiva, era mucho mejor que el mío. Ella conservaba todo su pelo y el sarcoma no había hecho estragos en su cara. Parecía que los retrovirales en ella si habían hecho efecto. “Mañana me pasan a fase dos, parece que estoy mejorando algo. Y yo que me creía muerta”

Os prometo que intenté mostrar alegría, que hice el mayor de los esfuerzos por sonreír, pero me fue imposible. Enma lo entendió, sonriéndome me tomó la mano y me dijo casi susurrándome “Sé que te alegras por mí, no hace falta que digas nada. Pienso subir a verte todas las semanas”. No sabía si reír o llorar, pero dije “No me digas esas cosas, eso no va a pasar”. Su cara era un poema, mezcla de incomprensión e incredulidad, así que intenté explicarle “En un par de días estaré muerto, es una elección personal, desde ayer no me stoy tomando las pastillas, así que en cualquier momento yo también me marcharé. Entré aquí para morir y lo haré cuando yo decida”. Los ojos de la enferma se abrieron azules como océanos y agarró mi brazo para acercarme a su cara mientras susurraba “Te entiendo, pero déjame que te prometa una cosa, pienso estar contigo hasta el último momento, no me voy a separar de ti hasta que todo acabe”. 

Aunque esto ha pasado esta misma mañana parece que fue hace meses. Agatha no ha soltado mi mano ni un segundo. Me ha acompañado hasta la habitación y se ha sentado junto a mi cama. Con la de ayer, junto a la del desayuno y la comida de hoy, ya son tres dosis que me salto. Una falta no te mata, dos te pueden matar, pero no se puede sobrevivir a la falta de tres dosis de antihemorrágico. Es mi decisión y sólo quiero que esté Enma a mi lado. Mis padres se enterarán por ella. 

“Me cuesta mantenerme despierto, parece que es el final, ¿verdad?”
“Lo es Patrick, pero yo estoy aquí a tu lado, no lo olvides”

Mientras cierro los ojos noto como que mi mano ya no puede apretar la de mi amiga y en la lejanía escucho el pitido de alarma del monitor…

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