Miguel no estaba enfermo. Desde que era capaz de
recordar siempre se sintió distinto al resto de los niños aunque su madre le
decía que él no era ni mejor ni peor que el resto, sólo que era diferente.
Con su hermana Clara siempre a su lado para protegerle
Miguel se había dado cuenta de que ya no estaba tan claro quién cuidaba de
quién aunque cuando eran pequeños más de una vez la pequeña Clara había vuelto
a casa con la nariz sangrando porque algún niño se había metido con su hermano.
La adolescencia tampoco fue fácil ya que cuando las
hormonas comenzaron a hacer de las suyas ninguna de aquellas chicas a las que
mandaba flores y escribía poesías le correspondía siquiera con una sonrisa. Al
principio era duro, pero como todo en su vida era cuestión de tener paciencia,
y de eso Miguel sabía mucho.
El día de su quince cumpleaños, aprovechando que le
habían concedido una plaza en un taller ocupacional, salieron a cenar, pero en medio de la cena su padre se desmayó. Fue todo muy rápido, demasiado para Miguel, que era capaz de entenderlo todo,
aunque a su ritmo, pero la enfermedad fue esta vez más rápida que él y en menos
de una semana Clara y Miguel se quedaron a cargo de su madre que por culpa del
cierre de la fábrica de automóviles sólo disponía de una ínfima pensión que no
era suficiente para los tres.