La subida a aquella cordillera les había dejado exhaustos.
No sólo la dificultad del terreno, con interminables subidas, si no una
climatología muy cambiante que había hecho mella en la salud de los mayores del
grupo. María era una de ellos. Desde que consiguieron llegar a lo más alto y comenzar
la bajada no había vuelto a ser la misma. Se le notaba con dificultades para
respirar, había perdido su característico buen humor y prácticamente se arrastraba
por el camino.
Gogo estaba bastante preocupado, así que se acercó a ella
para interesarse por su salud.
-No me encuentro bien. Creo que
mi corazón ha dicho basta y que mi final está muy cerca. Me da pena no llegar
al final de nuestro camino, pero el día de hoy será el último que os acompañe.
Mañana con el alba me daré la vuelta y volveré a la montaña porque ella me ha
robado mis últimos alientos, así que volveré a pasar los días que me quedan
allí.
No se notaba ni pizca de pena o de autocomplacencia en sus
palabras, solamente una sorprendente serenidad que a Gogo le inquietaba.
Probablemente fuera por su pasado militar, en el que uno jamás deja atrás a un
compañero herido, o quizás porque a él no le gustaría pasar sólo sus últimos
días, pero la cara de María denotaba que había tomado aquella decisión y que
nadie se la haría cambiar.
Cuando llegó la noche acamparon en un llano junto al camino
y mientras que algunos preparaban el fuego y otros levantaban chamizos a modo de tiendas de campaña, Gogo se fue acercando
a los distintos grupos que formaban aquella sociedad en miniatura que eran sus
acompañantes para contarles las intenciones de María.
A los últimos que se lo dijo fue a su entorno más cercano.
Lucía y Dimas estaban sentados en una roca pelando unas verduras para la cena
cuando se acercó a ellos. La chica, con ese radar con el que era capaz de leer
mentes a pesar de no poder ver, le preguntó inmediatamente por qué estaba
preocupado. Sabía que algo iba mal, lo notaba en el ambiente. Cuando le contó
los planes de la anciana Lucía se cubrió la cara con las manos y comenzó a
llorar, en silencio, como para que nadie se diera cuenta de que lo estaba haciendo.
María era para ella, igual que para el resto de los miembros de la expedición,
una especie de abuela que hacía tanto de paño de lágrimas en los momentos malos
como de animadora en los buenos, cuando contaba una y mil veces las mismas
historias de su juventud en el exilio. Ella no se daba cuenta de que se
repetía, pero la demencia había comenzado a hacer mella en sus recuerdos. Al
resto les daba igual, a pesar de que conocían las historias, les encantaba
sentarse junto a la vieja y volvérselas a escuchar pues cada vez que las oían
ella les daba una nueva pincelada que las hacía distintas de las anteriores.
Pero aquello estaba llegando a su fin, María había decidido
que aquel paisaje era donde quería permanecer durante toda la eternidad y
ninguno tenía derecho a negárselo, así que, por última vez, se sentaron todos
alrededor del fuego mientras María les contaba una historia. Aquel relato no
era como los que anteriormente les había regalado. La anciana les contó la
historia de cómo había perdido a su marido y a tres de sus cuatro hijos por
aquella enfermedad que asoló lo poco que la guerra había dejado sobrevivir.
Pero su pena, según confesó, no era tanto por los que habían fallecido, sino
por la hija que sobrevivió ya que, desde la pérdida de su padre y sus hermanos,
se marchó de casa y no volvió a saber de ella. Ni una carta, ni una noticia,
nada. Sus ojos se llenaban de lágrimas porque no lograba entender qué había
hecho ella para merecer aquello, creía que había sido buena madre, que se había
desvivido por sus hijos, y ahora al final de sus días, no sabía que habría sido
de su única hija viva. Todos sus compañeros de viaje lloraban con ella, incluso
el pobre Dimas, que se había sentado a su lado y la abrazaba mientras ella
hablaba, sin tener muy claras muchas de las cosas que la mujer contaba. Él sólo
sabía que escucharla le tranquilizaba y que mientras la abrazaba se sentía
seguro.
La velada continuó hasta casi la madrugada escuchando todos
como María tenía una historia para cada uno de los peregrinos. Para algunos
rememorando el momento en que se unieron al grupo, para otros contando alguna
anécdota graciosa que les había ocurrido estando juntos. Aquella noche parecía
que la memoria de María estaba especialmente lúcida.
A la mañana siguiente Gogo sintió un golpe en el hombro, era
Dimas que, con lágrimas en los ojos, le decía que María se había ido.
Probablemente por el sueño nuestro protagonista pensó que no había entendido
bien, porque, entre legañas, creía distinguir a María tumbada donde la dejó la
noche anterior, pero, haciéndole caso al chaval, se levantó y en ese momento se
dio cuenta de todo. María yacía acurrucada en su manta, pálida y fría, pero con
la misma sonrisa con la que se había quedado dormida.
Antes de que el resto se despertara avisó a Lucía y, entre
los dos, la prepararon para su último viaje, ese que iba a realizar en brazos
de Gogo para que su cuerpo se juntara con su alma, que aquella madrugada había
comenzado la escalada a aquella montaña.
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