Nunca imaginó que iba a tener que estar huyendo el resto de
sus días. Menos aún que aquella huida fuera porque había matado a un hombre,
porque era un asesino.
Dominique era uno de los recién incorporados al grupo de
caminantes. Una mañana apareció en un cruce de caminos y comenzó a caminar
junto a ellos. La mayoría de los veteranos achacaban su parquedad en palabras a
que no dominaba el idioma del resto de los peregrinos. Otros pensaban que
sencillamente era una persona de pocas palabras, pero nadie se podía imaginar
que aquel hombre enjuto, con el pelo cano, pero cercano con cara de treintañero,
guardaba un secreto que el recomía el alma.
Hacía diez años que se había alistado a las tropas de su
país para participar en aquellos escarceos que precedieron a la gran guerra.
Con veinte años recién cumplidos creyó que su misión en la vida era ayudar a su
patria a defenderse de las ansias expansionistas de su enemigo pero un alma
cándida como la suya no estaba preparada para afrontar los horrores que vio en
aquellas batallas. Soldados, que años antes eran vecinos de pueblos colindantes,
se mataban los unos a los otros en
nombre de una patria que no tenía cara ni color. Niños y mujeres huían como
refugiados dejando atrás todo aquello por lo que habían luchado sus
antepasados. El hambre y las enfermedades habían acabado con los pocos que
habían sobrevivido al conflicto.
Su definitiva bajada a los infiernos no fue ni tan siquiera
durante la guerra. Su bando hacía un par de meses que se había proclamado
vencedor y aquello, muy al contrario de lo que pensaba, le había enseñado lo
peor de la condición humana. Sus compañeros de pelotón habían dejado de ser
seres humanos para convertirse en bestias ávidas de sangre. Aunque sus cuerpos
habían sobrevivido a la contienda sus almas yacían en aquellos campos de
batalla pues sus dueños se comportaban como perros rabiosos.
Lo que sucedió aquella tarde no lo podría olvidar jamás. Él,
al mando de un equipo de cinco compañeros, entró en una aldea donde se había
reportado la existencia de un foco de resistencia pero, una vez recorridas y
registradas las diez casas que la componían, comprobaron que era una falsa
alarma. Allí no había más que viejos, mujeres y niños que, aterrorizados, no
pusieron inconveniente alguno al registro. Mientras tres de los soldados
recorrían los alrededores del poblacho en busca de novedades, Dominique se
quedó en la plaza alrededor de la cual estaban dispuestas las viviendas
mientras Didier y Eric terminaban los últimos registros. De repente un terrible
grito de mujer le sorprendió mientras se fumaba un cigarro, el último que se
fumaría en su vida. Con un salto, tomó su fusil y de una patada derribó la puerta
de la vivienda en la que había entrado Didier minutos antes. En el suelo se
encontraba el cuerpo de una vieja degollada y se oían más gritos en la alcoba.
Con el arma preparada entró en aquella habitación y se encontró una imagen que jamás
olvidaría, el soldado se encontraba pistola en mano, con los pantalones bajados,
a punto de violar a una niña de no más de doce años. Sin pensar en ni un
instante si aquel era o no su compañero de armas le apuntó gritándole que dejase a la
chica que no paraba de gritar intentando zafarse del atacante. De repente, aquella
mirada. Didier, poseído por una mezcla de lujuria incontenida y rabia, miró a
los ojos a Dominique. Éste último ya conocía esos ojos, los había visto en
multitud de ocasiones durante la batalla, pero siempre al enemigo. Era una
mirada animal que retaba al otro a un duelo en el que uno de los dos no saldría
vivo. Después de aquello, el silencio, unos segundos que parecieron horas en
las que para Didier y Dominique no había más que aquello que podían leer a
través de las pupilas de su oponente y, de repente, dos disparos.
Dominique sintió como el brazo que ardía, de hecho era la
primera vez que recibía un tiro, pero, inmovilizado por la tensión no apartó el
fusil de sus manos apuntando a Didier, que en el suelo acababa de morir de un
tiro en la cabeza que su él le acababa de asestar. La chica, aterrorizada, se
acurrucaba en una esquina de la habitación. A los 30 segundos entró corriendo Eric que, al
contemplar la escena, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Despacio le quitó
el arma a su compañero y lo sacó de la casa.
Alertados por los disparos los otros soldados que había
desplegados por los alrededores corrieron a la plaza donde Eric vendaba la
herida de su jefe. Sin ni tan siquiera pestañear le contó al resto del equipo
que un francotirador había matado a Didier y había herido a Dominique, que
debía ser evacuado a un hospital. El destacamento cumplió aquella orden sin que
el herido pronunciara palabra alguna, de hecho, aquella misma madrugada lo
ingresaron en un hospital cercano.
Pasaron dos días en los que, traumatizado por el episodio
vivido, Dominique no fue capar de articular palabra, aquello era demasiado para
él. Un joven de provincias, con la mente llena de ideales, que había dejado su
casa para luchar por una causa justa, pero que unos años después era tan
asesino como los que él había prometido combatir. No llegó a una semana cuando
el joven se había fugado del hospital, aterrado por la posibilidad de que Eric
le denunciase y acabase fusilado por un tribunal militar. Pero él ya se había
sentenciado a una pena quizás aún peor, vivir desterrado caminando sin rumbo,
huyendo de un perseguidor que jamás dejaría de culparle. Él mismo.
Pufff! Buenísimo. Eres in crack.
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