Aún era de noche en el árbol donde Didi y Gogo esperaban a
Godot. Habían olvidado la cantidad de tiempo que llevaban aguardando a aquel que
debería llegar para proporcionarles una vida mejor. Habían pasado por un duro
invierno en el que las nevadas les habían hecho pensar que no sobrevivirían.
Demasiadas noches de frío, oscuridad y desesperanza. Pero los inviernos nunca
son para siempre, la primavera llegó y aquellas noches eran cada vez más claras
y templadas, la vida renacía alrededor de su árbol y parecía que no se vivía
tan mal en aquella esquina del bosque.
Ya llevaba algunas semanas pensando en ello, pero aquella
mañana Gogo decidió que aquel era el día. Se despertó justo antes del alba, silenciosamente
recogió algunos recuerdos y terminó de escribir las últimas líneas de esa carta
que, a escondidas, llevaba días escribiendo a Didi, su compañero de espera. Y,
justo cuando la mañana empezaba a clarear, tomó el camino hacia un nuevo
destino.
Cerca del mediodía Didí, envejecido por el paso del tiempo
y con los ojos tan pegados que no permitían descubrir la desesperanza que
mostraban, volvió la cabeza hacía la esquina donde Gogo solía dormir. En su
lugar sólo encontró una caja cerrada y un sobre con su nombre.
Sin imaginarse qué podía contener la carta, dedicó sus
primeros minutos despierto a estirar los músculos y a comerse tumbado el
mendrugo de pan que no se había tomado la noche anterior. Pero una sensación
extraña le recorría el espinazo, Gogo había estado raro la semana anterior y
tenía un mal presentimiento. Pero claro, nunca había llegado a entender bien a
su compañero, parecía que no estaba satisfecho con aquel lugar, con esa porción
de tierra en la que esperaban, desde hace ya mucho tiempo, la llegada de Godot.
Después de mucho dudarlo, se acercó a aquella caja y tomó el
sobre cerrado. Con las manos temblorosas lo abrió y comenzó a leer:
“Querido Didi, esto es difícil para mí, llevo unas semanas
dándole vueltas a la cabeza y creo que necesito un cambio. A la hora que leas
estas líneas probablemente ande lejos de este lugar. Mi intención es salir al
encuentro de alguno de los grupos de peregrinos que pasan por el camino hay al
otro lado del bosque. En estos últimos años mi vida ha sufrido muchos cambios,
dejar a mi familia, partir hacia la guerra y los horrores que viví en ella, el encontrarme contigo y,
finalmente, los meses que hemos pasado esperando a que Godot viniese a por
nosotros. En este tiempo he pasado desde la ilusión de encontrar un futuro
mejor a la mayor de las desesperanzas al darme cuenta de que él nunca iba a
aparecer. Creo que me estoy haciendo mayor, y ya es tiempo de vivir mi vida, de
tomar decisiones, de hacer algo por ser feliz. Nuestro árbol ha sido nuestro
refugio, nuestro mundo privado, el sitio donde nos encontrábamos seguros. Pero
yo ya no necesito seguridad. Lo que quiero es ser feliz. Levantarme cada mañana
teniendo la esperanza de que me ocurran cosas, aunque sean malas, porque
alguien tan curioso como yo necesita eso, sentir, disfrutar, amar. Aún así, no
me arrepiento de ni un solo minuto de los que he pasado contigo. He aprendido
mucho de tu manera de pensar, de cómo afrontas las cosas, de tu deseo de
disfrutar de ese pequeño mundo que hemos compartido. Pero he decidido partir
sin decirte nada, probablemente porque tenía miedo de que me convencieras, o
mejor dicho, de que hicieras patentes mis inseguridades. Eres mi amigo, aunque
ahora te pueda parecer que te estoy abandonando, y por eso me siento en la
obligación de decirte que me gustaría que hicieras lo mismo que yo, que recogieses
tus bártulos y partieras lejos de aquí. Que olvidases a Godot, al maldito
Godot. Ese que lleva jugando con nosotros desde hace mucho tiempo, el que no se
ha dignado ni siquiera a venir en persona a explicarnos porque no vino a por
nosotros. Él no se merece nada, muy al contrario que tú, que eres digno de
tener una vida maravillosa. Querido amigo, la vida es muy larga y estoy seguro
de que nos juntará de nuevo por lo que no te quiero decir adiós, simplemente,
hasta luego.”
Con una lágrima cayéndole por la mejilla, Didi dobló la
carta y se la guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, cerca del corazón.
Con las manos temblorosas abrió la caja que su amigo le había dejado. Dentro,
todas y cada una de sus pertenencias, sus libros, su ropa de abrigo, su diario. Sólo faltaba una cosa, aquella foto que un caminante les había hecho junto al
árbol y que siempre ponía sobre aquella piedra que hacía las veces de mesita de
noche. Sabía que su amigo nunca lo olvidaría, porque él tampoco podría hacerlo.
Después de lavarse la cara en el riachuelo cercano volvió a
su campamento, miró alrededor, como intentando encontrar la razón que lo había
mantenido pegado a aquel pedazo de tierra durante tanto tiempo. De repente, una
sonrisa inundó su cara y, sin mirar atrás, comenzó a alejarse de aquel árbol
que les había protegido, que había sido su hogar. Era el momento de avanzar, de
olvidar a Godot y todo aquello que él suponía, de ser feliz, de vivir.
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