Calor y aullidos. Aquellas dos palabras les costaban muchas
horas de sueño todas las noches a nuestros amigos. Sin solución de continuidad
la primavera había dado paso a un calor sofocante, probablemente más de lo
razonable para aquella época del año.
Cuando acampaban después de una agotadora
jornada por aquellos caminos, la expedición corría hacia cualquier riachuelo
cercano para poder darse un chapuzón y acostarse aún húmedos, que era la única
manera de caer en los brazos de Morfeo antes de que sudor hiciese inviable el descanso.
Por su parte los lobos, que no entendían de calores adelantados, se encontraban
revolucionados por su época de celo. Las manadas recorrían los campos
enloquecidos tanto por sus hormonas, como por la cantidad de crías que poblaban
los bosques y que eran una presa fácil para ellos. La única solución para
mantener alejadas a aquellas fieras era dormir junto a un fuego, pero con aquel
calor, no se sabía si era peor el remedio que la enfermedad.
Esa noche, con una gran luna llena en el cielo, los
expedicionarios habían decidido no encender fuego y repartirse la noche en distintos
turnos para vigilar que las bestias no les atacasen. Era mejor dormir menos
horas pero hacerlo con calidad y la fogata hacía inviable cualquier tipo de
descanso. Así pues, después de dos turnos de dos horas le tocó vigilar a Jaime.
Aquel muchacho fue de los primeros caminantes en incorporarse al grupo y, a
pesar de su corta edad, se consideraba a si mismo como un líder a vuelta de
todo, aunque sus compañeros de viaje no opinaban lo mismo de él. Todos se
habían dado cuenta de que detrás de aquella altanería y pretendida prepotencia
se escondía un ser lleno de complejos y que aquel caparazón no era más que una
coraza para evitar que le hiciesen daño.
Efectivamente Jaime era una persona
muy vulnerable, había sufrido mucho en su infancia y su adolescencia porque era
distinto a los demás niños, él nunca se sintió atraído por las chicas, era lo
que su padre y el cura de su pueblo llamaban un desviado. Las bromas pesadas y
la tortura psicológica por parte de sus paisanos, junto con la falta de apoyo
de los suyos le habían llevado a tomar la decisión de marcharse de su pueblo
para siempre, por lo que una mañana tomó su petate y comenzó a andar y cuando
se quiso dar cuenta ya estaba muy lejos de aquellos que le habían hecho sufrir.
Tanto era el dolor que creó un muro a su alrededor para evitar que otros le
hiciesen daño. Se unió a muchos grupos de caminantes hasta que una tarde
encontró aquel reducido grupo de personas que se hacía llamar peregrinos. Sin
preguntar hacia donde llevaba aquella peregrinación se unió a ellos y comenzó a
andar. Después de él llegaron muchos otros y ninguno de ellos, nunca, le hizo
el menor comentario sobre su condición sexual, pero Jaime no sabía si era
porque la desconocían o porque no era importante para ellos. Él, por si acaso,
nunca bajaba la guardia, porque no quería sufrir más.
Cuando llevaba una hora paseando entre las improvisadas
camas de sus compañeros se dio cuenta de que unas sombras acechaban el campamento.
Eran lobos, debían de ser seis y los tenían completamente rodeados. Justo en el
momento en que iba a gritar para alertar a sus compañeros una de las sombras se
abalanzó sobre él intentando morderle el cuello. Tuvo suerte porque, en el
último instante, consiguió interponer el brazo entre la boca del animal y su
garganta pero no la suficiente como para librarse de una cruel dentellada en la
muñeca. Soltó un grito desgarrado, con la fortuna de que fue lo suficientemente
potente para que sus compañeros se despertaran. Varias mujeres y hombres
saltaron de sus camastros y, con piedras y palos se enfrentaron a los animales.
Cuatro de ellos, sorprendidos por la cantidad de oponentes, optaron por la
fuga. Desgraciadamente dos de ellos, guiados por ese instinto animal que hace
que las bestias ataquen a los más débiles, se disponían a atacar a los miembros
más vulnerables del grupo, Lucía, la chica invidente y Dimas, el niño que, aterrorizado,
gritaba pidiendo ayuda. Gogo consiguió acertar de una pedrada en la cabeza del
más viejo de los dos lobos, que cayó fulminado pero el otro ya había lanzado
una dentellada hacia donde se encontraba Lucía. Cuando estaba a punto de
impactar en el cuerpo de la chica, que estaba hecha un ovillo junto a una roca
porque el ruido no le dejaba acertar por donde venía el peligro, Jaime saltó
con un palo que atravesó el cuello de la bestia que cayó muerta junto un Dimas
que no podía dejar de llorar.
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