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miércoles, 21 de agosto de 2013

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Asesino

Nunca imaginó que iba a tener que estar huyendo el resto de sus días. Menos aún que aquella huida fuera porque había matado a un hombre, porque era un asesino.
Dominique era uno de los recién incorporados al grupo de caminantes. Una mañana apareció en un cruce de caminos y comenzó a caminar junto a ellos. La mayoría de los veteranos achacaban su parquedad en palabras a que no dominaba el idioma del resto de los peregrinos. Otros pensaban que sencillamente era una persona de pocas palabras, pero nadie se podía imaginar que aquel hombre enjuto, con el pelo cano, pero cercano con cara de treintañero, guardaba un secreto que el recomía el alma.
Hacía diez años que se había alistado a las tropas de su país para participar en aquellos escarceos que precedieron a la gran guerra. Con veinte años recién cumplidos creyó que su misión en la vida era ayudar a su patria a defenderse de las ansias expansionistas de su enemigo pero un alma cándida como la suya no estaba preparada para afrontar los horrores que vio en aquellas batallas. Soldados, que años antes eran vecinos de pueblos colindantes,  se mataban los unos a los otros en nombre de una patria que no tenía cara ni color. Niños y mujeres huían como refugiados dejando atrás todo aquello por lo que habían luchado sus antepasados. El hambre y las enfermedades habían acabado con los pocos que habían sobrevivido al conflicto.
Su definitiva bajada a los infiernos no fue ni tan siquiera durante la guerra. Su bando hacía un par de meses que se había proclamado vencedor y aquello, muy al contrario de lo que pensaba, le había enseñado lo peor de la condición humana. Sus compañeros de pelotón habían dejado de ser seres humanos para convertirse en bestias ávidas de sangre. Aunque sus cuerpos habían sobrevivido a la contienda sus almas yacían en aquellos campos de batalla pues sus dueños se comportaban como perros rabiosos.
Lo que sucedió aquella tarde no lo podría olvidar jamás. Él, al mando de un equipo de cinco compañeros, entró en una aldea donde se había reportado la existencia de un foco de resistencia pero, una vez recorridas y registradas las diez casas que la componían, comprobaron que era una falsa alarma. Allí no había más que viejos, mujeres y niños que, aterrorizados, no pusieron inconveniente alguno al registro. Mientras tres de los soldados recorrían los alrededores del poblacho en busca de novedades, Dominique se quedó en la plaza alrededor de la cual estaban dispuestas las viviendas mientras Didier y Eric terminaban los últimos registros. De repente un terrible grito de mujer le sorprendió mientras se fumaba un cigarro, el último que se fumaría en su vida. Con un salto, tomó su fusil y de una patada derribó la puerta de la vivienda en la que había entrado Didier minutos antes. En el suelo se encontraba el cuerpo de una vieja degollada y se oían más gritos en la alcoba. Con el arma preparada entró en aquella habitación y se encontró una imagen que jamás olvidaría, el soldado se encontraba pistola en mano, con los pantalones bajados, a punto de violar a una niña de no más de doce años. Sin pensar en ni un instante si aquel era o no su compañero de  armas le apuntó gritándole que dejase a la chica que no paraba de gritar intentando zafarse del atacante. De repente, aquella mirada. Didier, poseído por una mezcla de lujuria incontenida y rabia, miró a los ojos a Dominique. Éste último ya conocía esos ojos, los había visto en multitud de ocasiones durante la batalla, pero siempre al enemigo. Era una mirada animal que retaba al otro a un duelo en el que uno de los dos no saldría vivo. Después de aquello, el silencio, unos segundos que parecieron horas en las que para Didier y Dominique no había más que aquello que podían leer a través de las pupilas de su oponente y, de repente, dos disparos.
Dominique sintió como el brazo que ardía, de hecho era la primera vez que recibía un tiro, pero, inmovilizado por la tensión no apartó el fusil de sus manos apuntando a Didier, que en el suelo acababa de morir de un tiro en la cabeza que su él le acababa de asestar. La chica, aterrorizada, se acurrucaba en una esquina de la habitación.  A los 30 segundos entró corriendo Eric que, al contemplar la escena, se dio cuenta de lo que había ocurrido. Despacio le quitó el arma a su compañero y lo sacó de la casa.
Alertados por los disparos los otros soldados que había desplegados por los alrededores corrieron a la plaza donde Eric vendaba la herida de su jefe. Sin ni tan siquiera pestañear le contó al resto del equipo que un francotirador había matado a Didier y había herido a Dominique, que debía ser evacuado a un hospital. El destacamento cumplió aquella orden sin que el herido pronunciara palabra alguna, de hecho, aquella misma madrugada lo ingresaron en un hospital cercano.
Pasaron dos días en los que, traumatizado por el episodio vivido, Dominique no fue capar de articular palabra, aquello era demasiado para él. Un joven de provincias, con la mente llena de ideales, que había dejado su casa para luchar por una causa justa, pero que unos años después era tan asesino como los que él había prometido combatir. No llegó a una semana cuando el joven se había fugado del hospital, aterrado por la posibilidad de que Eric le denunciase y acabase fusilado por un tribunal militar. Pero él ya se había sentenciado a una pena quizás aún peor, vivir desterrado caminando sin rumbo, huyendo de un perseguidor que jamás dejaría de culparle. Él mismo.

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