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lunes, 19 de agosto de 2013

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Los lobos

Calor y aullidos. Aquellas dos palabras les costaban muchas horas de sueño todas las noches a nuestros amigos. Sin solución de continuidad la primavera había dado paso a un calor sofocante, probablemente más de lo razonable para aquella época del año.
Cuando acampaban después de una agotadora jornada por aquellos caminos, la expedición corría hacia cualquier riachuelo cercano para poder darse un chapuzón y acostarse aún húmedos, que era la única manera de caer en los brazos de Morfeo antes de que sudor hiciese inviable el descanso. Por su parte los lobos, que no entendían de calores adelantados, se encontraban revolucionados por su época de celo. Las manadas recorrían los campos enloquecidos tanto por sus hormonas, como por la cantidad de crías que poblaban los bosques y que eran una presa fácil para ellos. La única solución para mantener alejadas a aquellas fieras era dormir junto a un fuego, pero con aquel calor, no se sabía si era peor el remedio que la enfermedad.

Esa noche, con una gran luna llena en el cielo, los expedicionarios habían decidido no encender fuego y repartirse la noche en distintos turnos para vigilar que las bestias no les atacasen. Era mejor dormir menos horas pero hacerlo con calidad y la fogata hacía inviable cualquier tipo de descanso. Así pues, después de dos turnos de dos horas le tocó vigilar a Jaime. Aquel muchacho fue de los primeros caminantes en incorporarse al grupo y, a pesar de su corta edad, se consideraba a si mismo como un líder a vuelta de todo, aunque sus compañeros de viaje no opinaban lo mismo de él. Todos se habían dado cuenta de que detrás de aquella altanería y pretendida prepotencia se escondía un ser lleno de complejos y que aquel caparazón no era más que una coraza para evitar que le hiciesen daño.
 Efectivamente Jaime era una persona muy vulnerable, había sufrido mucho en su infancia y su adolescencia porque era distinto a los demás niños, él nunca se sintió atraído por las chicas, era lo que su padre y el cura de su pueblo llamaban un desviado. Las bromas pesadas y la tortura psicológica por parte de sus paisanos, junto con la falta de apoyo de los suyos le habían llevado a tomar la decisión de marcharse de su pueblo para siempre, por lo que una mañana tomó su petate y comenzó a andar y cuando se quiso dar cuenta ya estaba muy lejos de aquellos que le habían hecho sufrir. Tanto era el dolor que creó un muro a su alrededor para evitar que otros le hiciesen daño. Se unió a muchos grupos de caminantes hasta que una tarde encontró aquel reducido grupo de personas que se hacía llamar peregrinos. Sin preguntar hacia donde llevaba aquella peregrinación se unió a ellos y comenzó a andar. Después de él llegaron muchos otros y ninguno de ellos, nunca, le hizo el menor comentario sobre su condición sexual, pero Jaime no sabía si era porque la desconocían o porque no era importante para ellos. Él, por si acaso, nunca bajaba la guardia, porque no quería sufrir más. 

Cuando llevaba una hora paseando entre las improvisadas camas de sus compañeros se dio cuenta de que unas sombras acechaban el campamento. Eran lobos, debían de ser seis y los tenían completamente rodeados. Justo en el momento en que iba a gritar para alertar a sus compañeros una de las sombras se abalanzó sobre él intentando morderle el cuello. Tuvo suerte porque, en el último instante, consiguió interponer el brazo entre la boca del animal y su garganta pero no la suficiente como para librarse de una cruel dentellada en la muñeca. Soltó un grito desgarrado, con la fortuna de que fue lo suficientemente potente para que sus compañeros se despertaran. Varias mujeres y hombres saltaron de sus camastros y, con piedras y palos se enfrentaron a los animales. Cuatro de ellos, sorprendidos por la cantidad de oponentes, optaron por la fuga. Desgraciadamente dos de ellos, guiados por ese instinto animal que hace que las bestias ataquen a los más débiles, se disponían a atacar a los miembros más vulnerables del grupo, Lucía, la chica invidente y Dimas, el niño que, aterrorizado, gritaba pidiendo ayuda. Gogo consiguió acertar de una pedrada en la cabeza del más viejo de los dos lobos, que cayó fulminado pero el otro ya había lanzado una dentellada hacia donde se encontraba Lucía. Cuando estaba a punto de impactar en el cuerpo de la chica, que estaba hecha un ovillo junto a una roca porque el ruido no le dejaba acertar por donde venía el peligro, Jaime saltó con un palo que atravesó el cuello de la bestia que cayó muerta junto un Dimas que no podía dejar de llorar.

Cuando el peligro hubo pasado y la paliza que deja la adrenalina en el cuerpo comenzaba a vencer a Jaime,  el héroe de la noche se sentó a que una de sus compañeras con formación sanitaria le cosiese la profunda herida que tenía en el antebrazo. No sentía dolor, ni tan siquiera molestias. Radiaba felicidad por las muestras de agradecimiento que todos le habían hecho. Era el héroe del momento. Se sentía feliz y notaba que ese muro que había construido a su alrededor carecía de sentido allí. Se había dado cuenta de que aquella gente le quería por quien era, no por su manera de entender el sexo. Además, le hubiese encantado que su padre hubiera estado allí y hubiera entendido que para ser valiente no hace falta ser heterosexual.  Jaime era en aquel momento el líder de aquella manada.

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