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sábado, 24 de agosto de 2013

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Distinto

Miguel no estaba enfermo. Desde que era capaz de recordar siempre se sintió distinto al resto de los niños aunque su madre le decía que él no era ni mejor ni peor que el resto, sólo que era diferente.

Con su hermana Clara siempre a su lado para protegerle Miguel se había dado cuenta de que ya no estaba tan claro quién cuidaba de quién aunque cuando eran pequeños más de una vez la pequeña Clara había vuelto a casa con la nariz sangrando porque algún niño se había metido con su hermano.

La adolescencia tampoco fue fácil ya que cuando las hormonas comenzaron a hacer de las suyas ninguna de aquellas chicas a las que mandaba flores y escribía poesías le correspondía siquiera con una sonrisa. Al principio era duro, pero como todo en su vida era cuestión de tener paciencia, y de eso Miguel sabía mucho.

El día de su quince cumpleaños, aprovechando que le habían concedido una plaza en un taller ocupacional, salieron a cenar, pero en medio de la cena su padre se desmayó. Fue todo muy rápido, demasiado para Miguel, que era capaz de entenderlo todo, aunque a su ritmo, pero la enfermedad fue esta vez más rápida que él y en menos de una semana Clara y Miguel se quedaron a cargo de su madre que por culpa del cierre de la fábrica de automóviles sólo disponía de una ínfima pensión que no era suficiente para los tres.

Por las noches, cuando creían que Miguel dormía, su madre y Clara hacían cuentas para intentar llegar a fin de mes, pero debía de ser difícil, porque casi todas las noches acababan llorando. Incluso una ve escucho a Clara como le comentaba a una amiga que nunca iba a poder estudiar enfermería porque era muy complicado que pudieran reunir el dinero suficiente para hacerlo. Aquello ponía muy triste a Miguel porque se sentía responsable de que su hermana no pudiera permitirse cumplir su sueño de convertirse en enfermera.

Como a tantos otros, la gran guerra les cambió la vida a Clara y a Miguel, pero, si cabe, a ellos aún más. Miguel acababa de terminar su formación en el taller de reparación de automóviles, por lo que, como no podía ir al frente, trabajaba preparando los camiones que transportaban a los soldados desde sus ciudades hasta el campo de batalla. Con sus dos compañeros, un anciano y un cojo, siempre se reía comentando que, sin aquellos que el ejército consideraba “inútiles”, serían incapaces de llevar a los presuntamente útiles a luchar contra el enemigo. Clara, por su parte se había colocado como auxiliar en el hospital del pueblo, donde no paraban de llegar jóvenes mutilados procedentes del frente. A pesar de lo duro que era aquello, Clara se sentía feliz por trabajar en aquello que le gustaba y que no era distinto a lo que había hecho con su hermano desde que tenía uso de razón, cuidar de los que lo necesitaban. Además, Miguel se había dado cuenta de que cuando acababa su turno, Clara siempre tenía tiempo para sentarse con Gabriel, un joven de otro país que, después de perder un brazo por culpa de una bomba, se recuperaba en su hospital.

Y la guerra acabó. Justo el día que se firmaba la paz su madre sufrió un infarto, de nuevo demasiado rápido, en tres días dejó a Miguel y a Clara sin nadie más en el mundo que ellos mismos, aunque Clara sí que había encontrado a alguien que se preocupase por ella ya que Gabriel había sido dado de alta y había decidido quedarse en aquel pueblo con la que ya por aquel entonces era su novia.

A la mañana siguiente del funeral por su madre a Miguel le comunicaron que él y sus compañeros de taller estaban despedidos porque ya no hacían falta sus camiones para el transporte de tropas. Así que empaquetó sus cosas del taller y regresó mochila en ristre hacía su casa. Cuando subía las escaleras que llevaban a la tercera planta donde estaba su piso, oyó a Clara llorar, así que, imaginando que estaba sola en casa llorando por la pérdida de su madre, subió los escalones de cuatro en cuatro, pero al abrir la puerta no era para nada la escena que él habría esperado encontrar. Muy al contrario, su hermana estaba abrazada a Gabriel que con su único brazo hacía lo imposible por mantenerse en pie por los achuchones de su chica. Sin entender en absoluto que ocurría Miguel se quedó plantado en la puerta esperando que alguien le diera una explicación y ésta no tardó mucho en llegar. Atropellada Clara corrió hacia Miguel contándole una historia sobre un baúl con dinero en la habitación de su madre, mucho dinero, suficiente como para que Clara y él sobrevivieran mientras se labraban un futuro. Al fin los dos hermanos no iban a vivir pendientes de si iban a ser capaces de llegar a final de mes. Pero claro, Miguel era más lento para entenderlo todo, así que sus pensamientos aún estaban repartidos entre su madre recién muerta y su trabajo perdido. Lo del dinero sonaba bien, sobre todo para la pobre Clara, porque, con la experiencia que había alcanzado en el hospital militar, en un par de años podría sacarse el título de enfermera.

Aquella noche Miguel y lo que le quedaba de su familia cenaron, rieron y brindaron durante toda la noche recordando anécdotas tanto del taller como del hospital y soltando alguna que otra lágrima pensando como su madre había podido reunir todo aquel dinero para ellos.

Ya de madrugada Clara y Gabriel dormían abrazados en el sofá del salón pero Miguel le seguía dando vueltas a todo aquello que le estaba pasando. Se había quedado sin trabajo, su madre había muerto dejándoles su futuro resuelto durante un tiempo, pero Miguel quería ser definitivamente libre, recorrer un mundo que sólo había conocido por los libros del colegio y por las historias de sus compañeros de taller, quería dejar de ser una carga para Clara y demostrarse a si mismo aquello que su madre le decía, que no era menos válido que el resto, ni tan siquiera que era discapacitado porque era tan capaz como el que más ya podía hacer lo mismo que el resto, pero a su ritmo, e incluso llegaba a hacer cosas que muchos presuntos “normales” jamás harían.

Así pues, con aquella letra tan redonda y cuidada escribió unas líneas a su hermana y a Gabriel en las que les explicaba que se marchaba a recorrer mundo y que les dejaba el dinero que a él le correspondía para que pudiesen disfrutar de él, con la única condición que que su hermana no cejase en el empeño de ser una magnifica enfermera. Les prometía escribir al menos una vez al mes para comentarles cómo les iba y que esperaba que fueran tan felices como él estaba seguro de que iba a serlo. Después se marchó en silencio.

De esta manera ayer, como cada mes, Miguel se acercó a un buzón del camino y le envió una carta a Clara en la que le contaba que estaba muy feliz con la noticia de que ella estaba embarazada y se iba a convertir en tío. Además les contaba lo bien que estaba con aquel grupo de caminantes de los que aprendía mucho cada día, y dentro del cual no solo no se sentía inferior, si no que se había dado cuenta de que paso a paso por aquellos arenales, tenía muchas cosas que enseñarle al mundo sobre aquella manera suya de ver las cosas.

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